jueves, 16 de diciembre de 2010

de retornos y revueltas

Ahora que, parece ser, he finalizado gran parte de los trabajos que me han mantenido apartado del blog durante casi tres meses, vuelvo a darle vidilla a este pequeño rincón de la red, para todos aquellos que todavía tengan curiosidad por las aventuras y desventuras que se viven en este punto del planeta.

No entraré ahora ha explicar todo lo que me ha pasado en este tiempo, pues tampoco ha sido tan interesante (estar semanas y semanas encerrado en casa trabajando no ofrece mucha posibilidades de riesgo). Pensaba reinaugurar el blog el día de mi cumpleaños pero, visto que la fecha se acerca y mis ganas de cumplir años menguan exponencialmente conforme pasan los días, no sé cómo estaré de ánimos el domingo. Así que he decidido abrir hoy el blog y lanzarme a escribir instigado por un impulso visceral que me ha producido ni más ni menos que Sánchez Dragó. Y como para poder entender las cosas es necesaria una explicación, ahí va para quien la quiera leer.

Por desgracia, la sensación de indignación al leer o escuchar la opinión de algunos personajes públicos como este buen hombre no es desconocida, más bien todo lo contrario: cada semana puedes encontrar 3 o 4 momentos de este tipo. Lo que normalmente ocurre, al menos a mí, es que lees el artículo, te indignas durante un determinado espacio de tiempo (proporcional al tamaño del desatino) y después se te pasa como buenamente puedes. Pero en esta ocasión la cosa ha ido a más, hasta el punto de llevarme a escribir esta pequeña reflexión que, sabiendo que no va a cambiar, al menos me sirve para desahogarme (y como este blog es mío y hago con él lo que me da la gana, pues eso). Y es que el reportaje sobre este hombre lo he ido leyendo por partes, pues lo cogía a ratos libres; de manera que tenía tiempo de ir digiriendo (más bien intentándolo) las cosas que iba leyendo.

Sus argumentos para justificar la estupidez que supone el sufragio universal, su opinión acerca de la inmigración, su admiración por la señora Palin y la señora Botella,… Todo esto se va acumulando en la boca del estómago y, por miedo a somatizarlo, optas por obviar o bien reaccionar. Hoy, como me ha pillado con tiempo, he decidido reaccionar.

Lo que me ha parecido más espectacular de todo han sido sus declaraciones fanfarronas respecto a sus escarceos sexuales con unas menores de unos 13 años en Japón. Si el acto ya es de por sí deplorable, no lo es menos el lenguaje que utiliza para explicarlo: "No hay nada como la piel tersa, los pechitos como capullos, el chochito rosáceo” o “las muy putas se pusieron a turnarse. Mientras una se iba al váter, la otra se me trajinaba”. Además, según sus propias conclusiones, las chicas jovencitas se sienten atraídas por él porque es para ellas “un maestro, tengo más dinero, las amparo, las protejo, tengo más conversación de la que les puede dar un chiquito joven y encima las follo bien”.

Bien, después de leer esto, reflexioné un poco para intentar explicarme cómo hemos podido llegar a esto sin que nadie se tire de los pelos ni ponga el grito en el cielo. Me da la sensación de que el despotismo de estos personajes se alimenta del pudor y el decoro de la gente bien educada que, por un mal entendido sentido de la corrección, decide bien no prestar atención a declaraciones escandalosas con las que nos topamos a diario, bien no pasar de la indignación personal, sin escandalizarse públicamente por las barbaridades oídas. De modo que el ego del personajillo en cuestión va creciendo gradualmente, creyéndose la máxima de “quien calla otorga”, para desgracia de todos los seres humanos que le sufrimos.

Javier Marías agradecía en uno de sus artículos el empleo de este lenguaje soez y barriobajero ya que, según decía, así se retrataban y dejaban entrever con qué tipo de persona estábamos tratando. Personalmente, no creo que emplear un vocabulario zafio en un momento dado sea un índice de nuestras cualidades como interlocutores (no entro ahora en las ideas expresadas, que sí que nos dicen más de la persona; hablo de la forma). Más bien al contrario, pienso que un dominio óptimo de la lengua (bien materna bien extranjera) pasa por controlar todos los registros y saber utilizarlos en el momento adecuado y, sobre todo, sabiendo qué recursos se ajustan más a la intención que yo, como hablante, quiero proyectar. Por ejemplo: si algo me desagrada, puedo decir que “me da asco”, “me incomoda” o incluso que “me produce desazón”. Ahora bien, el juego de lo políticamente correcto hace que nos sintamos obligados muchas veces modular nuestro discurso hasta dejar de ser fieles a nuestro sentimiento último. Por ser políticamente correcto, cuando algo me de auténtico asco, diré que me incomoda. Pero entonces ¿cómo recibirá mi interlocutor ese enunciado? ¿Realmente le he dicho todo lo que le quería decir? (en términos algo más técnicos:hay una disonancia evidente entre el poder locutivo del enunciado y el poder ilocutivo).

Así que, amparándome en los estudios de pragmática y de análisis de la conversación, voy a intentar que mi discurso se adecúe a mi intención más íntima, para que sea un fiel reflejo de lo que pienso. Y, según lo expuesto anteriormente, esto no refleja una carencia de mi competencia lingüística sino más bien todo lo contrario (esto es manipulación de la realidad pura y dura pero ¿quién no lo hace?). Advierto a todos los menores que no deberían seguir leyendo:

Estoy hasta los mismísimos cojones de esta gentuza, gilipollas a más no poder, que encima van de seudo-intelectuales porque han leído a cuatro filósofos franceses del siglo XVIII y te los citan en cualquier discurso, venga o no a cuento. ¡Por el amor de dos! (sí, de dos, porque, visto lo visto, parece que es más grande que el de Dios) Con la de gente que muere de hambre en el mundo y que estos gusanos vivan tranquilamente es algo que me pone de los putos nervios (sí, no me enerva, no me saca de mis casillas, me pone de los putos nervios). Sólo espero que a toda esta gente le llegue algún momento de lucidez mental que les haga ser conscientes de todas las barbaridades que dicen y, entonces, por el sentimiento de vergüenza profunda que sentirán, empiecen a encoger cada vez más y más hasta desaparecer de la faz de la tierra y, por fin, nos permitan respirar a todos tranquilamente y nos ahorren subidas de azúcar o males mayores. Que, de otra cosa no, pero de desgracias vamos sobrados.

¡Qué a gusto se queda uno! Hasta pronto.